Muy buena
Juzgar la inmoralidad
Por Gisele Cebrian
Equus, la exitosa obra de Peter Shaffer que, bajo la dirección de Carlos Sorín, protagonizan Rafael Ferro y Peter Lanzani, llegó a la cartelera teatral marplatense, donde ocupará -los viernes y sábados de febrero a las 21:30- el escenario de la sala Astor Piazzolla del Teatro Auditórium.
¿Qué implica el camino a la normalidad? ¿Es el propósito de la terapia quitarle la individualidad al sujeto para ajustarlo a la vida en sociedad, hasta convertirlo en un fantasma? ¿Qué es la sanidad? ¿Qué es la enfermedad? ¿De qué lado está la pasión? ¿Quién está sano y quién está loco?
Equus es la misma obra que tanta polémica echó a rodar a lo largo de sus representaciones en el mundo. Quizá las que más resuenen entre nosotros son las que tuvieron como protagonista a Miguel Angel Solá y Duilio Marzio, en 1976, y, no hace tanto, al eterno adolescente Daniel Radcliffe. Sí, se sabe, contiene un desnudo total de su protagonista, pero resulta sorprendente que fuera ese en toda época el quid de la polémica cuando el texto plantea una discusión mucho más audaz que un cuerpo sin ropa. De alguna forma, habla de la ceguera de cierta parte de la audiencia.
Shaffer se vio completamente atraído por la noticia de un crimen sucedido en Gran Bretaña que involucraba a un joven de 17 años que cegó con un punzón a unos caballos que estaban a su cuidado y, sin conocer más detalles, imaginó una historia que le diera sentido al condenable acto. En la pieza escrita en 1973, el prestigioso psiquiatra Dysart (Ferro) relata en primera persona un especial desafío profesional que se volvió muy personal, el de tratar al adolescente, Alan Strang (Lanzani), que padece una fascinación sexual y religiosa por los equinos.
En la voz cuestionadora del médico, la obra comienza con un monólogo donde sobresalen recursos poéticos detrás de los cuales amenaza la ampulosa declamatoria teatral. Sin embargo, a los pocos minutos, cuando el flashback nos inserta en la visita de su amiga jueza (Eugenia Alonso) implorándole que le haga un lugar en su agenda al joven acusado, todo se vuelve acción, los diálogos cobran naturalidad y la escena teatral comienza a verse contaminada por el prodigio del cine.
En esta adaptación, el ojo del director funcionó como una cámara, efecto que logró trasladar a la platea. Planos de conjunto y planos cerrados son logrados a través del manejo de las luces. Los giros del cuadrilátero donde transcurre la historia son asimilables a travelings circulares para concentrar la atención en los vaivenes de la psiquis de los protagonistas, sus obsesiones y tormentos. Y lo que otorga más dinamismo a la puesta: el presente y el pasado, el recuerdo, la imaginación y la actualidad de los personajes se superponen como si se tratara de un montaje.
La escena y el detrás de escena conviven en un mismo escenario, donde cinco cabezas de caballo en hierro son cargadas por actores de contexturas similares, cuerpos delgados y esbeltos que evocan la elegancia de la fisonomía equina. Presencia ominosa, tan inquietante para el espectador como para los protagonistas, siempre ahí, en el fondo, observándolo todo y haciendo intervenciones esporádicas, como el coro griego que anuncia la tragedia.
No obstante, a pesar de la insistencia en la cuestión, no debe inferirse que los recursos cinematográficos le quitaron verdad teatral a esta puesta. Lejos de eso, las interpretaciones de personajes muy complejos logran subyugar verdaderamente al espectador.
El mundo de Alan se reduce a la religión y la televisión, que ve a escondidas de su padre, quien considera basura a ambas. Sin escuela, sin amigos, sin más relatos que las lecturas que le hace su madre de los pasajes bíblicos (del culposo Antiguo Testamento), el primer encuentro con un caballo le abre una puerta desconocida y allí canaliza su devoción mística y su deseo contenido. En un hogar marcado por la represión, tiene mucho que esconder: la inmoralidad del sexo tiene encima el atormentador estigma de la zoofilia.
Para muchos, es sorprendente el trabajo dramático y físico de la estrella teen que pegó un salto cualitativo con su interpretación de Alex Puccio en El clan, de Pablo Trapero. En Equus, su compromiso con el personaje vuelve un real éxtasis sexual y religioso al rito sagrado de montar a su equino preferido y endiosado, escena en que hombre y caballo se vuelven uno, entre letanías y veneraciones, sobre una música de órganos de iglesia que se vuelven cada vez más descontrolados.
Dysart, a veces, fuerte, duro, seguro, irónico, solvente, racional y, otras, paternal y compasivo, se siente desestabilizado desde la primera entrevista. Su biblia, los principios del psicoanálisis y los dictámenes de la psicopatología, son puestos en jaque en relación con este “caso” que obliga al médico a revisar su vida opaca y desapasionada, resultado de haber tomado las decisiones socialmente aceptadas.
La escenografía es mínima, conceptual. El cuadrilátero cobra distintos sentidos, según los requerimientos de la historia: es consultorio, hogar de los Strang, caballeriza o cine. No es caprichoso el planteo de la escena sobre un cuadrilátero como de boxeo. Sesión tras sesión, en paralelo al enfrentamiento entre el paciente y el psiquiatra se dirimen otros duelos: la religión frente a la ciencia, la pasión frente a la razón, la libertad frente a la moral.
Por su parte, Sorín siguió las indicaciones escénicas que el dramaturgo señaló en el prólogo de la obra y decidió no apartarla de la ubicación temporal de los hechos, los 70’s, contexto que no quiso alterar por no juzgarlo significante, ya que la perversión referida podría ocurrir en cualquier tiempo y lugar y, según la mirada que postula la obra, la solución que sabe aplicar la ciencia es siempre la misma: la estandarización. Del hombre de ciencia se permite, por primera vez, dudar. Y, concluida la obra, el espectador pega la vuelta y hace lo propio.
Dirección: Carlos Sorín. Intérpretes: Rafael Ferro, Peter Lanzani, Eugenia Alonso, Adrián Fondari, Alicia Muxo, Josefina Pieres, Alejando Polledo, Juan Mende, Pablo Sánchez, Federico Uriarte, Alejandro Viña . Vestuario, máscaras y escenografía: Darío Feal. Diseño de luces: Julian Apezteguía, Leandro Fretes. Diseño sonoro: Nicolás Sorín. Sala: Astor Piazzolla (Boulevard Marítimo 2280 – Mar del Plata): viernes y sábados 21:30 (hasta el 27/02/2016).